
En los bordes
de los caminos,
el abismo se funde
con el infinito.
Y más allá, la fantasía
de un sueño posible:
la desgarbada ternura
de una bella muchacha,
sin ojos.
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Querida tierra carnal,
patria corpórea que me habita,
amo las aguas cálidas de tus costas arenosas
que reciben, como mis brazos abiertos,
al amigo y al olvido negligente que llega.
Y venero los empinados riscales
de arduo remonte que guardan
noches de lino blanco de mis años antiguos.
Amo, tierra, el verdor, la lujuria,
de tus valles cubiertos de sauces
y los libres caideros de agua
de mis delirios sin rienda.
En tu repecho esmeralda cuesta imaginar
el cercano pedregal donde vive la tabaiba
y mi aliento sofocado por el sol.
En mí bullen sueños de aire y temblores,
peregrinos de tu relieve caprichoso
esculpido por el tiempo.
Tierra que me habita, amo nuestros desgarros
porque sólo los páramos baldíos
tienen la piel uniforme.
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Octubre suspira
con guardar el calor de Theros.
Resiste, lucha,
pero Cronos está con Bóreas.
La luz de los sueños se apaga.
Sucumbe, congelada,
camino del olvido.
El vuelo de Ícaro
y sus esperanzas se ahogan
en la hoya insondable del mar.
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Donde habito,
de cada pétalo
de flor de mayo,
nacen caracolas cantarinas
que corren tras estrellas de mar,
buscando amores azules,
por los senderos
de una degollada.
Donde habito
las tormentas nocturnas
escupen lágrimas de cristal,
que iluminan los rostros ocultos
en el fondo de cuevas,
talladas por el silencio.
Donde habito
nada es lo que parece,
ni mi rostro. Tal vez
sea el espejismo improbable
de un ensueño, si acaso.
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La mísera casa de pensión, ¿recuerdas?
El sol penetraba por la ventana
para besar la luna
del espejo, en el pasillo.
Yo, en mi estancia, con el oboe,
componía la más dulce canción, para ti
mujer de enigmático encanto,
quimera inasequible.
Pensaba entonces.
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Qué misterio esconde
esta geometría canarii,
fractal que acaso sea
el ojo de Achoran
que todo lo ve.
O, quizá, son mis brazos
rodeando tus hombros.
O, tal vez, tu surco húmedo
que con ansia me reclama.
O, en fin, tu vientre
donde nuestro milagro
se hace vida.
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Hurtó, la pandemia de tracoma,
la experiencia de la luz
y tus múltiples encantamientos,
diva Leyla Fernández,
se desvanecieron.
Hasta tú creíste ser puro aire,
cuando ya no pudiste más
admirarte en el espejo, diva.
Leyla, sólo eres
el nimio destello
del vacío.
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Caribea y Porce emergen del agua
enviadas por los dioses viejos, para castigar
al clérigo francés Benoit Martin
por coquetear con la nada y el absurdo.
Se le acercan reptando, y lo enredan
entre las patas de las sillas.
Ascienden por su cuerpo, le clavan
su mirada de odio inyectada en sangre.
Le escupen Humillados y ofendidos,
La peste, Crimen y castigo, El extranjero…
Un enjambre de ratas y serpientes lo devoran.
Al despertar de la pesadilla, se busca.
Pero ya no es.
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En algunos momentos perdidos,
lejos de su laboratorio, Graciela Pereira
piensa en Schrödinger y su gato
junto al río Tacuarembó.
Se pregunta
cuándo será el día en que sus ojos
verán por última vez la luz
del sol y sus horrores.
Y quién besará su frente,
tomándola de la mano,
cuando su voz transite
hacia lo negro y el silencio.
O, tal vez, hacia este otro mundo
paralelo desde donde, con jolgorio,
el minino recita
este festivo poema.
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